Jesús y su Vida Pública.


Inicio De La Vida Pública De Jesús. En el punto en el que nos encontramos ahora, la totalidad del movimiento de resistencia estaba concentrado en torno a la figura de un Jesús dotado de inspiración divina. Antes que nada Jesús con 30 años de edad tuvo que someterse a un periodo de 40 días viviendo y rezando en el desierto según la ley judía porque ésta era la edad en la que el hombre se liberaba del dominio ejercido por el padre. A diferencia de Juan el Bautista, jamás predicó en público la oposición abierta contra los gobernantes romanos. Primero debían hacerse ciertos preparativos con la máxima discreción. Los intentos anteriores habían terminado siempre en el más absoluto desastre y la muerte de Juan el Bautista aún estaba presente en la mente de Jesús. Con prudencia y perspicacia empezó a preparar y organizar a los judíos. No bautizó a ninguno para no atraer innecesariamente demasiada atención por parte de los romanos ni convertir el bautismo en una práctica peligrosa ya que no era posible detener la infiltración de las víboras en el movimiento de resistencia.
* Los Discípulos. Jesús nombró 12 discípulos, número tradicional que representaba a las tribus de Israel. A continuación alistaron a setenta y dos patriotas para que estuvieran a sus órdenes. Los Fariseos habían preservado el Am Al-Arez, un grupo de judíos dotados de buenas condiciones físicas, habitantes de los pueblos y fáciles de contactar en caso de necesidad. Estos campesinos, muchos de los cuales eran miembros de la comunidad Esenia, se convirtieron en fieles seguidores de Jesús, dispuestos a entregar sus vidas por la causa. Se los conocía con el nombre de Zelotes. Según la Biblia, al menos seis de los doce apóstoles eran Celotes. Se acercaba el año treinta en la vida de JESUS. Se encontraba en Nazaret al lado de su madre recién viuda, cuando sus guías espirituales le anunciaron que había llegado la hora de iniciar su vida pública como Misionero de la Verdad, y debía reunirse con los doce hombres ya señalados para acompañarle. Aquel día, se dirigió hacia las orillas del lago de Galileo, para realizar una curación a la madre de sus amigos Simón y Andrés de Tiberíades. Esa fue la hora señalada de lo alto para establecer la Alianza entre sus seguidores de antaño, que se encontraban encarnados entre las familias Esenias que vivían en las orillas del lago, dedicados al comercio de, la pesca; fueron llegando uno a uno, pues habían sido avisados de la presencia del Maestro y quisieron venir a saludarle, ya que todos eran amigos suyos desde la infancia. Ellos eran: PEDRO (SIMON), ANDRES, JUAN, SANTIAGO, FELIPE, JUDAS TADEO, JAIME (0 SANTIAGO EL MENOR), BARTOLOME, JUDAS DE KERIO TH, ZEBEO (NATANIEL), TOMAS, MATEO. JESUS decía a sus apóstoles: el discípulo ha de ir pisando la huella de su Maestro, si quiere ser fiel a su enseñanza de amor puro y desinteresado, si en vosotros aliente al amor que hay en Mí. Mas será necesario que me lo digáis en vuestra oración para que haya entre vosotros y Yo, ese contacto del que surgirá esa fuerza divina que allanará todos los obstáculos y salgáis victoriosos de todas las pruebas. Jesús que había venido a confirmar las enseñanzas de Moisés, lanzó la llamada de los Macabéos 2: 27-31 del Antiguo Testamento: “Quienquiera que sea fiel seguidor de la Ley y mantenga la Alianza, que me siga”. Pronto comenzó a alistarse un gran número de personas que se mantuvieron ocultos y su adiestramiento se llevaba a cabo en el desierto. Se les llamaba Bar Yonim que significa hijos del desierto. A los que de entre sus filas habían aprendido el uso de la daga se les llamaba Sicarios u hombres del puñal. Otro grupo cuidadosamente escogido constituía una especie de escolta a la que se conocía como Bar Jesús, los hijos de Jesús. Hay fuentes históricas en las que se menciona a personas que formaban parte de este grupo, pero les cubre un velo de misterio que impide se sepa algo sobre ellos. Pertenecían al círculo más íntimo de los seguidores de Jesús y sus identidades debían permanecer ocultas a ojos de los romanos. En Lucas 22: 36, Jesús dijo a sus seguidores: “Pues ahora, el que tenga bolsa que la tome y lo mismo alforja, y el que no tenga que venda su manto y compre una espada”. Alentados por las enseñanzas y milagros de Jesús, el número de seguidores continuaba aumentando. El resultado de todas estas preparaciones fue que el sucesor de Pilatos, Sosiano Hierocles citado por Lactanio, padre de la Iglesia dice que Jesús era el líder de una banda de salteadores de caminos compuesta por unos novecientos hombres. Una copia medieval en hebreo de una obra ya desaparecida de Josephus cita igualmente que Jesús tenía de 2.000 a 3.000 seguidores armados. Jesús puso énfasis especial en no apartarse de las enseñanzas de los Esenios, hecho demostrable ya que los ritos y preceptos de los Evangelios y las Epístolas pueden encontrarse en cada una de las páginas que forman la tradición escrita de esa secta. Sin embargo, durante su misión Jesús no llegó a desvelar ha totalidad de su enseñanza a la mayor parte de sus seguidores. La verdad, en su forma completa, sólo era conocida por unos pocos. “Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir” según Juan 16: 12-14. Es interesante resaltar que este pasaje está considerado como uno de los pocos en los que se menciona la venida del Profeta Muhammad, a quien Allah bendiga y le conceda paz, y que no ha sido eliminado de los cuatro Evangelios oficiales. El “espíritu de la verdad” se identifica con Juan el Paráclito. En griego, Paráclito es Parakletos o Parakleitos que significa el Consolador o el Alabado y su equivalente en árabe, Ahmad uno de los nombres del profeta Muhammad, significa el más digno de alabanza, el que distingue entre la verdad y la mentira y el Consolador. En consecuencia y según las reglas de la lógica si es correcto el significado e interpretación de las palabras de Juan, “El Espíritu de la Verdad”, el Paráclito de Juan sería un ser humano como Jesús, poseedor de las facultades del oído y el lenguaje como ya se atisbaba en el texto griego de la versión de Juan. Jesús predice que Dios ha de enviar un ser humano a la Tierra que desempeñará el papel definido por Juan: El de ser un Profeta que escucha la palabra de Dios y que luego repite este mensaje al ser humano. Casi todas las fuentes de las que disponemos en la actualidad muestran de forma evidente la popularidad de Jesús entre la gente común, debido en gran parte a la extraordinaria pureza y compasión que se desprendía no sólo de la sabiduría de sus palabras y la sencillez de su comportamiento sino también de sus muchos milagros posibles como Jesús siempre decía, por la gracia de Dios. Jesús no buscaba el poder mundano, ya fuera como líder del país o dentro de la cerrada jerarquía de los Escribas y Fariseos. No obstante, la popularidad de la que gozaba y el gran número de seguidores hacían pensar a los romanos y a los sacerdotes, sus aliados, que éstas eran sus verdaderas intenciones. Esta aparente amenaza a su posición y poder fue lo que los incitaba a eliminar a Jesús. La única misión de Jesús era establecer la adoración al Creador tal y como Él había ordenado. Jesús y sus seguidores estaban dispuestos a enfrentarse a cualquiera que tratara de impedirles vivir como su Señor quería que vivieran.
* La Purificación Del Templo. La primera batalla se entabló contra los judíos leales a los romanos. Fue liderada por Bar Jesús Barrabás y consiguió desmoralizar a dichos judíos al morir uno de sus líderes en el enfrentamiento. Bar Jesús Barrabás fue arrestado. El siguiente objetivo era el Templo. Los romanos tenían preparada una fuerte guarnición cerca del Templo puesto que era la época de las celebraciones anuales y se acercaba la fiesta de la Pascua. En estas ocasiones, los romanos solían estar preparados para enfrentarse a todo tipo de pequeñas escaramuzas, pero en esta ocasión estaban aún más alerta. Además de la guarnición estaba la policía del Templo, a cuyo cargo estaba el cuidado del lugar sagrado. La entrada efectuada por Jesús estuvo tan bien planeada que los romanos fueron completamente tomados por sorpresa y Jesús se hizo con el control del Templo. Esta anécdota se conoce como la “Purificación del Templo”. El Evangelio de Juan 2: 14-15, describe el suceso de la manera siguiente: “Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas”. Comentando las palabras látigo de cuerda, Carmichael dice: “No cabe duda de que significan violencia; pero también es indudable que representan una suavización de lo que en realidad fue una tarea monumental. Si imaginamos el tamaño del Templo, las decenas de miles de peregrinos entrando y saliendo, los cuidadores del mismo, la policía, los soldados romanos, las reacciones de los tratantes de ganado y los cambistas de dinero, nos damos cuenta de que algo más que la mera sorpresa tuvo que intervenir. La escena real que se atisba tras esta narración fragmentada del cuarto Evangelio fue sin duda muy diferente. El cronista la ha suavizado espiritualizándola por encima de la realidad. Una de las lecciones que aprende todo luchador por la libertad, es que la policía local tiende a simpatizar con los patriotas más que con la fuerza de ocupación, uno de los factores que contribuyó al descalabro total de las defensas de Templo. Los romanos habían sufrido un revés local pero su poder no había sido mermado. Pidieron refuerzos y un contingente de nuevas tropas empezó a avanzar hacia Jerusalén. La defensa de la puerta de Jerusalén resistió unos días pero el ejército romano era demasiado poderoso para los patriotas y los seguidores de Jesús terminaron por desvanecerse en el aire. Incluso los discípulos huyeron dejando solo a Jesús con unos pocos hombres a su alrededor. Jesús decidió ocultarse y los romanos comenzaron una búsqueda intensiva para encontrarle.

SU MINISTERIO. Sabemos que Jesús comienza su ministerio después de ser bautizado por Juan el Bautista, y a su regreso del desierto (LC 3.21-4.14), pero no tenemos datos de la fecha exacta en que esto sucedió. Para fijar la fecha, recurrimos a la sincronización que el evangelista Lucas hace del ministerio de Juan el Bautista (LC 3.1). Lucas nos dice que Juan comenzó su ministerio cuando el emperador Tiberio ya llevaba reinando casi quince años. El historiador Josefo asegura que Tiberio comenzó a reinar al morir Augusto en el año 14 D.C. Esto quiere decir que el año 15 de su reinado sería el 28 ó 29 D.C., y que esa sería la fecha probable del comienzo del ministerio de Juan el Bautista y de Jesús mismo. También puede confirmarse esta fecha si se toma en cuenta la cita de Juan 2.20, en la que se dice que la construcción del templo llevaba ya 46 años. Según Josefo, Herodes comenzó la reconstrucción del templo en el año 20 a.C. Sumando entonces 46 años, nos da la fecha de 27 ó 28 D.C. Según Lucas 3.23, Jesús tenía unos treinta años de edad cuando comenzó su ministerio y, de acuerdo con el Evangelio según Juan, su ministerio pudo durar unos dos años y medio. Llegamos a esta conclusión porque Juan menciona claramente tres Pascuas durante el ministerio de Jesús (Jn 2.13-23; 6.4; 7.2; 10.22; 12.1). Su muerte. Según el calendario judío, la Pascua en que murió Jesús se celebró el viernes 7 de abril del año 30 D.C.

LAS BIENAVENTURANZAS. Recordamos una de esas tardes de los apóstoles y bordeamos la costa hasta llegar a la Iglesia de las Bienaventuranzas. Este magnífico edificio de planta octogonal conmemora el sitio donde Jesús diera tal vez, la más importante de sus enseñanzas: el Sermón de la Montaña, del cual también nos habla Emmet Fox en una magnífica explicación. Jesús era un hombre común que no tenía aires de Maestro ni mucho menos andaba por allí sermoneando a su séquito. Seguramente le pidieron pautas para recuperar su felicidad. El con calma buscó una hondonada en la montaña para generar la acústica suficiente para que la gente lo escuchara y les habló de manera simple y con la poesía y la belleza de los más sagrados versos que aprendiera en las lejanas Tierras de la India. Poner en práctica el Sermón del Monte es tocar el cielo con las manos, es sacar las piedras del camino, es convertirte instantáneamente en uno de los que aquel día escucharon atentamente las palabras de ese judío fuerte y decidido que era Jesús.

PREPARATIVOS DE LA CENA PASCUAL. «Ayer tarde fue cuando tuvo lugar la última gran comida del Señor y sus amigos, en casa de Simón el Leproso, en Betania, en donde María Magdalena derramó por la última vez los perfumes sobre Jesús. Los discípulos habían preguntado ya a Jesús dónde quería celebrar la Pascua. Hoy, antes de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les dijo que cuando subieran al monte de Sión, encontrarían al hombre con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la última Pascua, en Betania, él había preparado la comida de Jesús: por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa y decirle: «El Maestro os manda decir que su tiempo se acerca, y que quiere celebrar la Pascua en vuestra casa». Después debían ser conducidos al Cenáculo y ejecutar todas las disposiciones necesarias. Yo vi los dos Apóstoles subir a Jerusalén; y encontraron al principio de una pequeña subida, cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les había designado: le siguieron y le dijeron lo que Jesús les había mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que la comida estaba ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemus); que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús. Este hombre era Helí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. Iba todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían hospedaje en la ciudad. Ese año había alquilado un Cenáculo que pertenecía a Nicodemus y a José de Arimatéa. Enseñó a los dos Apóstoles su posición y su distribución interior. Sobre el lado meridional de la montaña de Sión, se halla una antigua y sólida casa, entre dos filas de árboles copados, en medio de un patio espacioso cercado de buenas paredes. Al lado izquierdo de la entrada se ven otras habitaciones contiguas a la pared; a la derecha, la habitación del mayordomo, y al lado, la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon con más frecuencia después de la muerte de Jesús. El Cenáculo, antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a los audaces capitanes de David: en él se ejercitaban en manejar las armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su permanencia en un lugar subterráneo. Yo he visto también al profeta Malaquìas escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la Nueva Alianza. Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas de ella; pero no tengo presente más que lo que he contado. Este edificio estaba en muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemus y de José de Arimatéa: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente y lo alquilaban para servir de Cenáculo a los extranjeros, que la Pascua atraía a Jerusalén. Así el Señor lo había usado en la última Pascua. El Cenáculo, propiamente, está casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas poco elevadas. Al entrar, se halla primero un vestíbulo, adonde conducen tres puertas; después se entra en la sala interior, en cuyo techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas para la fiesta, hasta media altura, de hermosos tapices y de colgaduras. La parte posterior de la sala está separada del resto por una cortina. Esta división en tres partes da al Cenáculo, cierta similitud con el templo. En la última parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos necesarios para la celebración de la fiesta. En el medio hay una especie de altar; en esta parte de la sala están haciendo grandes preparativos para la comida pascual. En el nicho de la pared hay tres armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos para abrirlos y cerrarlos; había toda clase de vasos para la Pascua; más tarde, el Santísimo Sacramento reposó allí. En las salas laterales del Cenáculo hay camas en donde se puede pasar la noche. Debajo de todo el edificio hay bodegas hermosas. El Arca de la Alianza fue depositada en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Yo he visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también pasaban con frecuencia las noches en las laterales. Pedro y a Juan en Jerusalén entraron en casa de Serafia (Verónica, por ser de Verona). Su marido, miembro del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de casa atareado con sus negocios; y aun cuando estaba en casa, ella lo veía poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes: pues cuando el niño se quedó en el templo después de la fiesta, le dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí entre otras cosas, el maravilloso y misterioso cáliz que sirvió al Señor para la institución de la Sagrada Eucaristía, que había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado previa venta a un aficionado de antigüedades y comprado por Serafia. Había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa comunidad cristiana. El gran cáliz estaba puesto en una azafata y alrededor seis copas. Dentro de él había otro vaso pequeño y encima un plato con una tapadera redonda. En su pie estaba embutida una cuchara, que se sacaba con facilidad. El gran cáliz se ha quedado en la iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo veo todavía conservado en esta villa: ¡aparecerá a la luz como ha aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo rodeaban; una de ellas está en Antioquía; otra en Efes: pertenecían a los Patriarcas, que bebían en ellas una bebida misteriosa cuando recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces. El gran cáliz estaba en casa de Abraham: Melquisedec lo trajo consigo del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edificó después Jerusalén: él lo usó en el sacrificio, cuando ofreció el pan y el vino en presencia de Abraham, y se lo dejó a este Patriarca. Por la mañana, mientras los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una despedida tierna a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les dio algunas instrucciones. Yo vi al Señor hablar solo con su Madre; le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo que María Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne, y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de sí. Habló también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él. Judas había ido otra vez de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos, y arregló la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de prender al Salvador. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos. Era activo y servicial; pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones. Había hecho milagros y curaba enfermos en la ausencia de Jesús. Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que iba a suceder, Ella le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró mucho, pero estaba profundamente triste. El Señor le dio las gracias, como un hijo piadoso, por todo el amor que le tenía. Se despidió otra vez de todos, dando todavía diversas instrucciones. Jesús y los nueve Apóstoles salieron a las doce de Betania para Jerusalén; anduvieron al pie del monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos. Dijo a los Apóstoles, entre otras cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su cara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía en amor, esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron: creyeron que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronunció en Betania y aquí. Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de la ceremonia estaban ya en el vestíbulo. Enseguida se fueron al valle de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los discípulos y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron después. Jesús y los suyos comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos: el Salvador con los doce Apóstoles en la sala del Cenáculo; Natanael con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce tenían a su cabeza a Eliazim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí: había sido discípulo de San Juan Bautista. Se mataron para ellos tres corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los Apóstoles. Judas ignoraba esta circunstancia; continuamente ocupado en su trama, no había vuelto cuando el sacrificio del cordero; vino pocos instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a Jesús y a los Apóstoles fue muy tierno; se hizo en el vestíbulo del Cenáculo. Los Apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el salmo CXVIII. Jesús habló de una nueva época que comenzaba. Dijo que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir verdaderamente de la casa de servidumbre. Los vasos y los instrumentos necesarios fueron preparados. Trajeron un cordero pequeñito, adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima al sitio donde estaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado, con la espalda sobre una tabla, por el medio del cuerpo: me recordó a Jesús atado a la columna y azotado. El hijo de Simeón tenía la cabeza del cordero. El Señor lo picó con la punta de un cuchillo en el cuello, y el hijo de Simeón acabó de matarlo. Jesús parecía tener repugnancia de herirlo: lo hizo rápidamente, pero con gravedad; la sangre fue recogida en un baño, y trajéronle un ramo de hisopo que mojó en la sangre. Enseguida fue a la puerta de la sala, tiñó de sangre los dos pilares y la cerradura y fijó sobre la puerta el ramo teñido de sangre. Después hizo una instrucción, y dijo, entre otras cosas, que el ángel exterminador pasaría más lejos; que debían adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando Él fuera sacrificado, a Él mismo, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el fin del mundo. Después se fueron a la extremidad de la sala, cerca del hogar donde había estado en otro tiempo el Arca de la Alianza. Jesús vertió la sangre sobre el hogar, y lo consagró como un altar; seguido de sus Apóstoles, dio la vuelta al Cenáculo y lo consagró como un nuevo templo. Todas las puertas estaban cerradas mientras tanto. El hijo de Simeón había ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de adelante estaban atadas a un palo puesto al revés; las de atrás estaban extendidas a lo largo de la tabla. Se parecía a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos traídos del templo. Los convidados se pusieron los vestidos de viaje que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco parecido a una camisa, y una capa más corta de adelante que de atrás; se arremangaron los vestidos hasta la cintura; tenían también unas mangas anchas arremangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba reservada: los discípulos en las salas laterales, el Señor con los Apóstoles en la del Cenáculo. Según puedo acordarme, a la derecha de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al extremo de la mesa, Bartolomé; y a la vuelta, Tomás y Judas Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta, Mateo y Felipe. Después de la oración, el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para cortar el cordero, una copa de vino delante del Señor, y llenó seis copas, que estaban cada una entre dos Apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió; los Apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor partió el cordero; los Apóstoles presentaron cada uno su pan, y recibieron su parte. La comieron muy deprisa, con ajos y yerbas verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose sólo un poco sobre el respaldo de su silla. Jesús rompió uno de los panes ácimos, guardó una parte, y distribuyó la otra. Trajeron otra copa de vino; y Jesús decía: «Tomad este vino hasta que venga el reino de Dios». Después de comer, cantaron; Jesús rezó o enseñó, y habiéndose lavado otra vez las manos, se sentaron en las sillas. Al principio estuvo muy afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico, y les dijo: «Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está conmigo en esta mesa». Había sólo un plato de lechuga; Jesús la repartía a los que estaban a su lado, y encargó a Judas, sentado enfrente, que la distribuyera por su lado. Cuando Jesús habló de un traidor, cosa que espantó a todos los Apóstoles, dijo: «Un hombre cuya mano está en la misma mesa o en el mismo plato que la mía», lo que significa: «Uno de los doce que comen y beben conmigo; uno de los que participan de mi pan». No designó claramente a Judas a los otros, pues meter la mano en el mismo plato era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería darle un aviso, pues, que metía la mano en el mismo plato que el Señor para repartir lechuga. Jesús añadió: «El hijo del hombre se va, según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido». Los Apóstoles, agitados, le preguntaban cada uno: «Señor, ¿soy yo?», Pues todos sabían que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús, tenía miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha de Jesús, y, como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se recostó sobre su seno, y le dijo: «Señor, ¿quién es?». Entonces tuvo aviso que quería designar a Judas sin que Jesús se lo dijera con los labios: «Este a quien le doy el pan que he mojado». Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando el Señor mojó el pedazo de pan con la lechuga, y lo presentó afectuosamente a Judas, que preguntó también: «Señor, ¿soy yo?». Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta en términos generales. Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo hizo con una afección cordial, para avisar a Judas, sin denunciarlo a los otros; pero éste estaba interiormente lleno de rabia. Durante la comida, una figura horrenda, sentada a sus pies, subía algunas veces hasta su corazón. Juan no dijo a Pedro lo que le había dicho Jesús pero lo tranquilizó con los ojos. Se levantaron de la mesa, y mientras arreglaban sus vestidos, según costumbre, para el oficio solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le pidió que trajera agua al vestíbulo, y salió de la sala con sus criados.
El Lavatorio de Los Pies. De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad. Habló de su reino, de su vuelta hacia su Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos. Enseñó también sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación. Esta instrucción se refería al lavatorio de los pies; todos reconocían sus pecados y se arrepentían, excepto Judas. Este discurso fue largo y solemne. Al acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al vestíbulo, y dijo a los Apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo. Él se fue al vestíbulo, se puso y ciñó una toalla alrededor del cuerpo. Mientras los Apóstoles se decían algunas palabras, y se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el Señor tenía un pensamiento secreto, y que quería hablar de un triunfo terrestre que estallaría en el último momento. Estando Jesús en el vestíbulo, mandó a Juan que llevara un baño y a Santiago un cántaro lleno de agua; enseguida fueron detrás de él a la sala en donde el mayordomo había puesto otro baño vacío. Entró Jesús de un modo muy humilde, reprochando a los Apóstoles con algunas palabras la disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras cosas, que Él mismo era su servidor; que debían sentarse para que les lavara los pies. Se sentaron en el mismo orden en que estaban en la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua del baño que llevaba Juan; con la extremidad de la toalla que lo ceñía, los limpiaba; estaba lleno de afección mientras hacía este acto de humildad. Cuando llegó a Pedro, éste quiso detenerlo por humildad, y le dijo: «Señor, ¿Vos lavarme los pies?». El Señor le respondió: «Tú no sabes ahora lo que hago, pero lo sabrás mas tarde». Me pareció que le decía aparte: «Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y por eso edificaré sorbe ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi fuerza acompañará a tus sucesores hasta el fin del mundo». Jesús lo mostró a los Apóstoles, diciendo: «Cuando yo me vaya, él ocupará mi lugar». Pedro le dijo: «Vos no me lavaréis jamás los pies». El Señor le respondió: «Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo». Entonces Pedro añadió: «Señor, lavadme no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús respondió: «El que ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero no todos». Estas palabras se dirigían a Judas. Había hablado del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra, se ensucian constantemente si no se tiene una grande vigilancia. Este lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución. Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación demasiado grande de su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para salvarlo, se humillaría hasta la muerte ignominiosa de la cruz. Cuando Jesús lavó los pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acercó la cara a sus pies; le dijo en voz baja, que debía entrar en sí mismo; que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó y le dijo: «Judas, el Maestro te habla». Entonces Judas dio a Jesús una respuesta vaga y evasiva, como: «Señor, ¡Dios me libre!». Los otros no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hablaba bastante bajo para que no le oyeran, y además, estaban ocupados en ponerse su calzado. En toda la pasión nada afligió más al Salvador que la traición de Judas. Jesús lavó también los pies a Juan y a Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que servía a los otros era el mayor de todos; y que desde entones debían lavarse con humildad los pies los unos a los otros; enseguida se puso sus vestidos. Los Apóstoles desataron los suyos, que los habían levantado para comer el cordero pascual.
Institución de la Eucaristía. Por orden del Señor, el mayordomo puso de nuevo la mesa, que había lazado un poco: habiéndola puesto en medio de la sala, colocó sobre ella un jarro lleno de agua y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a buscar al cáliz que habían traído de la casa de Serafia. Lo trajeron entre los dos como un Tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había sobre ella una fuente ovalada con tres panes ácimos blancos y delgados; los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había guardado de la Cena pascual: había también un vaso de agua y de vino, y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido y la tercera vacía. Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse. Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo. El Señor estaba entre Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Explicó la Cena y toda la ceremonia: parecía un sacerdote enseñando a los otros a decir misa. Sacó del azafate, en el cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Luego sacó los panes ácimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso a derecha y a izquierda las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y los óleos, elevó con sus dos manos la patena, con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomó después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita: entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa. Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos. Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; les dijo que les iba a dar todo lo que tenía, es decir, a Sí mismo; y fue como si se hubiera derretido todo en amor. Se volvió transparente parecía una sombra luminosa. Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo y lo echó en el cáliz. Oró y enseñó todavía: todas sus palabras salían de su boca como el fuego de la luz, y entraban en los Apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente, todos penetrados de luz; Judas solo estaba tenebroso. Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; enseguida hizo señas a Judas que se acercara: éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a Él. Jesús le dijo: «Haz pronto lo que quieres hacer». Después dio el Sacramento a los otros Apóstoles. Elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los Apóstoles, que bebieron dos a dos en la misma copa. Yo creo, sin estar bien segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No volvió a su sitio, sino que salió enseguida del Cenáculo. Los otros creyeron que Jesús le había encargado algo. El Señor echó en un vasito un resto de sangre divina que quedó en el fondo del cáliz; después puso sus dedos en el cáliz, y Pedro y Juan le echaron otra vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros Apóstoles. Enseguida limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el resto de la sangre divina, puso encima la patena con el resto del pan consagrado, le puso la tapadera, envolvió el cáliz, y lo colocó en medio de las seis copas. Después de la Resurrección, vi a los Apóstoles comulgar con el resto del Santísimo Sacramento. Había en todo lo que Jesús hizo durante la institución de la Sagrada Eucaristía, cierta regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro estaban llenos de majestad. Vi a los Apóstoles anotar alguna cosa en unos pedacitos de pergamino que traían consigo.
Unción De Los Apóstoles. Jesús hizo una instrucción particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían, por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuándo debían comer el resto de las especies consagradas, cuándo debían dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Consolador. Les habló después del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite y de bálsamo. Enseñó cómo se debía hacer esa mezcla, a qué partes del cuerpo se debía aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable: puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos sobre ese punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los Reyes, y dijo que aun los Reyes inicuos que estaban ungidos, recibían de la unción una fuerza particular. Después vi a Jesús ungir a Pedro y a Juan: les impuso las manos sobre la cabeza y sobre los hombros. Ellos juntaron las manos poniendo el dedo pulgar en cruz, y se inclinaron profundamente delante de Él, hasta ponerse casi de rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que aquello permanecería hasta el fin del mundo. Santiago el Menor, Andrés, Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo la consagración. Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que llevaba al cuello, y a los otros se la colocó sobre el hombro derecho. Yo vi que Jesús les comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no sé explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían el pan y el vino y darían la unción a los Apóstoles. Me fue mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo, Pedro y Juan impusieron las manos a los otros Apóstoles, y ocho días después a muchos discípulos. Juan, después de la Resurrección, presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima. Esta circunstancia fue celebrada entre los Apóstoles. La Iglesia no celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante. Los primeros días después de Pentecostés yo vi a Pedro y a Juan consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde, los otros hicieron lo mismo. El Señor consagró también el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales. Todo lo que hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en secreto. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades. Cuando estas santas ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte más retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina, y desde entonces fue el santuario. José de Arimatéa y Nicodemus cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los Apóstoles. Jesús hizo todavía una larga instrucción, y rezó algunas veces. Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: estaba lleno de entusiasmo y de amor. Los Apóstoles, llenos de gozo y de celo, le hacían diversas preguntas, a las cuales respondía. La mayor parte de todo esto debe estar en la Sagrada Escritura. El Señor dijo a Pedro y a Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros Apóstoles, y estos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para estos conocimientos. Yo he visto siempre así la Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción antes era tan grande, que mis percepciones no podían ser bien distintas: ahora lo he visto con más claridad. Se ve el interior de los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador: se sabe todo lo que va a suceder. Como sería posible observar exactamente todo lo que no es más que exterior, se inflama uno de gratitud y de amor, no se puede comprender la ceguedad de los hombres, la ingratitud del mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo conforme a las prescripciones legales. Los fariseos añadían algunas observaciones minuciosas.»
La Detención Crucifixión Muerte Y Resurrección De Jesús. A medida que se acercaba el final, JESÚS buscaba la soledad con más frecuencia que antes, pero esto no le impedía desbordarse en amor a sus hermanos donde veía el dolor que los agobiaba. El Maestro, en casa de María Magdalena, curó a todos los ancianos y niños contrahechos que ella había recogido para protegerlos. La tristeza se reflejaba en ella, porque sabía que EL, el amado, iba a ser crucificado. La muerte para EL sería la gloria, la libertad, el triunfo final de su grandeza. Sería la entrada a los secretos del Padre, con el cual llegaría a ser una misma esencia, una misma luz, un mismo amor. “La UNIÓN suprema con la Eterna Potencia, Vida Divina de amor en el eterno Amor… El alma que ama a Dios, se unifica con EL y le siente vivir en sí misma, con una potencia y plenitud que llega a absorberle por completo. Están rodeadas de tal cantidad de contradicciones y falsas declaraciones que son sumamente difíciles atravesar esta maraña para averiguar lo que realmente ocurrió. Lo claro es que el gobierno romano logró utilizar los servicios de una pequeña minoría de judíos que tenían intereses personales en la continuidad del mandato romano sobre Jerusalén. Judas Iscariote discípulo de Jesús fue comprado con la promesa de recibir treinta monedas de plata si con su ayuda Jesús era arrestado. A fin de evitar más problemas se decidió intentarlo durante la noche. Al llegar al lugar donde Jesús estaba con algunos de sus discípulos Judas besaría a Jesús para que los solados romanos pudieran identificarlo. El plan fracasó. Los soldados surgieron de la oscuridad y se formó un gran tumulto, los judíos Jesús y Judas se confundieron en la oscuridad y los soldados arrestaron a Judas en vez de a Jesús, logrando escapar éste último. En El l Corán 4. 157-158 dice: “Pero, aunque así lo creyeron, no lo mataron ni lo crucificaron. Y los que discrepan sobre él, tienen dudas y no tienen ningún conocimiento de lo que pasó, sólo siguen conjeturas. Pues con toda certeza que no lo mataron. Sino que Allah lo elevó hacia Sí, Allah es Poderoso y Sabio” (Corán 4. 157-158). No está claro en absoluto si alguien se dio cuenta del error cometido. Ninguna de las versiones actuales de los Evangelios oficiales lo menciona.
A. Si los romanos se apercibieron de la verdadera identidad del prisionero cuando se le llevó frente a Pilatos el magistrado romano en funciones es posible que la dramática e inesperada situación satisficiera a todo el mundo.
B. Los romanos aún podrían dar a alguien un castigo ejemplar, quienquiera que éste fuera, castigo que con toda seguridad actuaría como elemento disuasorio. Y a su vez, la mayor parte de los judíos estarían felices puesto que debido a un milagro el que estaba en el patíbulo era el traidor y no Jesús.
C. Los judíos pro – romanos estarían contentos ya que con la muerte de Judas desaparecía el testigo de su culpa.
D. Por último, con Jesús muerto oficialmente sería más que improbable que se atreviera a mostrarse de nuevo para molestarlos. Sin embargo y dadas las descripciones de lo sucedido tal y como aparecen en los cuatro Evangelios oficiales, esta explicación parece poco probable. Es mucho más creíble asumir que todos creyeron que Jesús era el arrestado a pesar de estar equivocados.
Poncio Pilatos. El papel jugado por Poncio Pilatos el Magistrado romano es difícil de precisar. Su indecisión tal y como aparece reflejada en la Biblia, su parcialidad hacia los líderes judíos, junto con su buena voluntad hacia Jesús, constituyen una historia difícil de creer. Se ha sugerido que podría ser el resultado del intento por parte de los autores de los Evangelios, de distorsionar los hechos a fin de hacer recaer la responsabilidad de la crucifixión sobre la totalidad de la nación judía, exonerando así a los romanos de toda culpa en la supuesta muerte de Jesús. La única manera de que pudiera mantenerse una historia oficial de la vida de Jesús bajo el poder romano, sería que no contuviese agravio alguno en contra de los invasores, bien sea omitiendo, disfrazando o incluso cambiando los detalles susceptibles de ofensa ante la autoridad extranjera. Otra posible explicación es la que mantiene una tradición que asegura que Pilatos fue comprado mediante un soborno importante. Si es verdad lo que se describe en los Evangelios, es obvio que Pilatos tenía un interés personal en el drama representado ese día en Jerusalén. Hay otro hecho interesante que es necesario resaltar: En los calendarios santorales de la Iglesia Kopta, tanto en Egipto como en Etiopía, Pilatos y su esposa aparecen como “santos”. Esto sólo puede tener sentido si aceptamos que Pilatos, sabiendo de sobra que sus soldados habían detenido a la persona equivocada, condenó a Judas a sabiendas dejando que Jesús se salvara. En la descripción proporcionada por Bernabé se nos cuenta que en el momento de la detención, ocurrida después de la Última Cena que según Bernabé tuvo lugar en la casa de Nicodemo junto al arroyo Cedrón a las afueras de Jerusalén, Judas fue transformado por el Creador de forma que no sólo sus enemigos sino que incluso su madre y sus amigos más cercanos lo tomaron por Jesús: “Saliendo de la casa, Jesús se retiró al jardín para rezar según su costumbre, inclinándose y postrándose cien veces. Al saber Judas el lugar en el que Jesús estaba con sus discípulos se dirigió al sumo sacerdote y le dijo: ‘Si me das lo prometido, esta noche te entregaré al Jesús que buscas ya que está solo con once de sus discípulos”. El sumo sacerdote preguntó: ‘¿Cuánto quieres?’ Judas contestó: ‘Treinta piezas de oro’. Sin más dilación el sumo sacerdote le dio el dinero y envió un fariseo al gobernador y a Herodes para traer soldados; éstos mandaron una legión porque temían a la gente. Tomaron las armas y con antorchas y fanales salieron de Jerusalén. Cuando los soldados acompañados por Judas llegaron cerca del lugar donde se encontraba Jesús, éste oyó cómo se acercaba una gran multitud y volvió a la casa. Los once discípulos estaban durmiendo. Y entonces Dios al ver el peligro que corría su esclavo envió a los ángeles Gabriel, Miguel, Rafael y Uriel, Sus embajadores, para que sacaran a Jesús del mundo. Los sagrados ángeles vinieron y sacaron a Jesús por la ventana que da hacia el Sur. Y desnudándolo, lo colocaron en el tercer cielo en la compañía de los ángeles que alaban a Dios constantemente. Judas se adelantó a los demás y entró impetuosamente en la habitación de la que Jesús había sido evacuado. Y los discípulos estaban durmiendo. Entonces Dios actuó de manera asombrosa. Judas sufrió una transformación asemejándose de tal manera en su rostro y forma de hablar a Jesús, que creímos que era el mismo Jesús. Judas nos había despertado y nos preguntaba dónde estaba Jesús. Nosotros maravillándonos dijimos: ‘Tú, señor, eres nuestro maestro, ¿acaso nos has olvidado’? Judas sonriendo dijo: ‘¿Os habéis vuelto locos; no veis que soy Judas Iscariote’? Al finalizar estas palabras, los soldados entraron y al ver que se parecía en todo a Jesús, lo apresaron. Nosotros, al oír las palabras de Judas y ver la multitud de soldados, huimos a toda prisa. Y Juan que estaba dormido cubierto por una sábana de lino, despertó y comenzó a huir. Un soldado agarró la sábana y Juan se desembarazó de ella corriendo desnudo. Dios había oído la súplica de Jesús y salvó a los once de todo mal. Los soldados apresaron a Judas y lo ataron entre bromas, puesto que éste seguía negando que fuera Jesús. Los soldados, burlándose de él dijeron: ‘señor, no temáis. Hemos venido a proclamaros Rey de Israel y os atamos porque sabemos que rechazáis el reinado’. Judas contestó: ‘¡Os habéis vuelto locos! ¡Habéis venido a detener a Jesús de Nazaret con armas y antorchas como si fuera un ladrón; y en vez de eso me habéis atado a mí que os he guiado y queréis nombrarme rey’! Los soldados perdieron la paciencia y con golpes y patadas condujeron con rabia a Judas hacia Jerusalén. Juan y Pedro siguieron a los soldados desde lejos. Y cuentan a quien esto escribe, que presenciaron el examen que hicieron a Judas el sumo sacerdote y el concilio de los fariseos que estaban reunidos para matar a Jesús. Mientras tanto Judas dijo muchas locuras hasta el punto de que todos los presentes se desternillaban de risa puesto que creían que él era realmente Jesús y que por temor a la muerte quería hacerse pasar por loco. Los escribas pusieron una venda sobre sus ojos y burlándose dijeron: ‘Jesús, profeta de los Nazarenos’, puesto que así llamaban a los que creían en Jesús, ‘dinos, ¿quién te ha abofeteado’? Y riéndose le daban bofetadas y le escupían en la cara. Cuando llegó la mañana se reunió el gran consejo de ancianos y escribas del pueblo. Y el sumo sacerdote junto con los fariseos, presentaron testigos falsos para acusar a Judas, a quien creían Jesús. Pero no encontraron lo que buscaban. ¿Y por qué digo que los sacerdotes creían que Judas era Jesús? Pues sí, todos los discípulos y el que esto escribe también lo creíamos; y más aún, la pobre virgen madre de Jesús, junto con sus familiares y amigos, también lo creían. Hasta tal punto era así, que la pena que todos sentían era insufrible. Juro por el Dios Viviente que el que esto escribe había olvidado lo que Jesús dijo: que sería sacado de este mundo, que sufriría a través de una tercera persona y que no habría de morir hasta el fin del mundo. Y que iría con la madre de Jesús y con Juan a la cruz. El sumo sacerdote hizo traer atado a Judas ante él y le preguntó sobre sus discípulos y su doctrina. En sus respuestas, y como si diera prueba de su locura, Judas no hizo mas que divagar. El sumo sacerdote le hizo jurar por el Dios de Israel que confesara la verdad. Judas respondió: ‘Ya he dicho que soy Judas Iscariote, el que prometió entregarte a Jesús el Nazareno; y mientras tanto vosotros, por razones que desconozco, os habéis vuelto locos puesto que estáis convencidos de que yo soy Jesús’. A lo que contestó el sumo sacerdote: ‘Oh tú, perverso seductor. Has engañado con tus milagros y doctrinas a todo Israel, desde Galilea hasta Jerusalén; ¿y acaso piensas que puedes librarte del castigo que mereces fingiendo estar loco? ¡Juro por Dios que no escaparás’! Y dicho esto, mandó a sus sirvientes que golpearan y abofetearan a Judas para hacerle entrar en razón. Las burlas que Judas tuvo que sufrir a manos de los criados del sumo sacerdote son imposibles de creer. Como querían ganarse las simpatías del Consejo inventaron todo tipo de chanzas. Lo vistieron de bufón, y tantas bofetadas y patadas le dieron, que incluso los mismos Cananitas se habrían apiadado de él. Pero era tal la animosidad de los sacerdotes, los fariseos y los más ancianos contra Jesús, que el espectáculo los llenaba de placer. Luego lo llevaron ante el gobernador de la ciudad, que por cierto amaba a Jesús en secreto. El gobernador, creyendo que Judas era Jesús, lo hizo entrar en sus habitaciones y comenzó a preguntarle la razón de todo lo ocurrido. Judas contestó: ‘Si os digo la verdad no me habéis de creer; lo más probable es que seáis víctima del engaño, igual que los sacerdotes y los fariseos también lo han sido’. El gobernador habló a continuación (creyendo que la cuestión era un asunto de Ley): ‘¿acaso no sabes que yo no soy judío’? Pero los sacerdotes y los ancianos te han entregado a mí; dime pues la verdad para que pueda ser justo contigo. Puesto que tengo el poder de dejarte en libertad o condenarte a muerte’. Judas contestó: ‘Señor creedme; sí me condenáis cometeríais un gran error pues mataríais a una persona inocente. Yo soy Judas Iscariote y no Jesús que es un hechicero que con su magia me ha trasformado’. Al oír estas palabras el gobernador no pudo menos que asombrarse e intentó dejarle libre. Salió de la habitación y sonriendo dijo: ‘Visto de una manera, este hombre no merece la muerte sino la compasión. Dice que no es Jesús sino un tal Judas que guió a los soldados con el fin de apresar a Jesús y que ha sido Jesús el Galileo quien con su magia lo ha transformado. En consecuencia, si esto es verdad, sería un gran error matarlo puesto que es inocente. Por otro lado, si realmente es Jesús pero insiste en negarlo, no cabe duda de que ha perdido el juicio y sería deshonesto matar a un loco’. Entonces los sacerdotes y los ancianos, junto con los escribas y los fariseos, gritaron: ‘Él es Jesús de Nazaret, nosotros lo conocemos; si no fuera así no lo habríamos puesto en tus manos. Ni tampoco está loco sino que es un perverso, ya que con esta argucia intenta librarse de vuestras manos; pero si logra escapar, la sedición que causaría sería aún peor que la anterior. Pilatos (puesto que tal era el nombre del gobernador) a fin de desembarazarse del caso dijo: ‘Es de Galilea y Herodes es el rey de esa zona. No me incumbe a mí juzgarlo, llevadle ante Herodes’. Así lo hicieron. Herodes había deseado durante mucho tiempo que Jesús fuera a su casa. Jesús nunca había querido ir puesto que Herodes era un gentil que adoraba los dioses falsos e impuros y en su vida seguía las normas impuras de los gentiles. Cuando presentaron a Judas ante él, Herodes le hizo muchas preguntas a las que Judas contestó con evasivas negando siempre que él fuera Jesús. Herodes y toda la corte se burlaron, y vistiéndolo de blanco, como se viste a los locos, lo enviaron de nuevo a Pilatos diciendo: ‘¡Haz justicia al pueblo de Israel’! Herodes puso esto por escrito, puesto que los sacerdotes y los fariseos le habían dado una gran cantidad de dinero. El gobernador se enteró de ello por un criado de Herodes y a fin de obtener también él algún dinero, fingió querer poner a Judas en libertad. Pero antes ordenó azotarlo por sus criados que estaban pagados por los escribas para que lo matasen a latigazos. Pero Dios, que había ya decretado el asunto, reservaba a Judas para la cruz a fin de que así sufriera la horrible muerte a la que había intentado enviar a otro. Dios no quiso que Judas muriera a causa de los latigazos a pesar de que los soldados lo azotaron hasta el punto de que su cuerpo chorreaba sangre. Luego, para burlarse todavía más, lo cubrieron con una vieja túnica de color morado y dijeron: ‘Nuestro nuevo rey merece ser vestido y coronado’. Y tomando una mata de espinos hicieron una corona similar a las que de oro y piedras preciosas llevan los reyes en sus cabezas. Colocaron la corona de espinos en la cabeza de Judas y poniendo en su mano una caña como cetro, le hicieron sentarse en una posición elevada. Y los soldados se presentaban ante él, haciendo reverencias y saludos como si fuera el Rey de los judíos. Y extendían las manos para recibir regalos, como es la costumbre de los nuevos reyes. Al no recibir nada, golpeaban a Judas y decían: ‘¿Cómo es que te coronan, rey loco, si no pagas a tus soldados ni criados’? Cuando los sacerdotes y los fariseos vieron que Judas no había muerto a causa de los latigazos, y temiendo que Pilatos lo pusiera en libertad, dieron una suma de dinero al gobernador que, al recibirla entregó a Judas a los escribas y fariseos declarándolo culpable y condenándolo a muerte. Junto con él, condenaron a dos ladrones a la muerte en la cruz. Fueron llevados al Monte Calvario, lugar donde se ahorcaba a los malhechores y allí lo crucificaron desnudo para mayor ignominia. Y en verdad que lo único que Judas decía era: ‘Dios, ¿por qué me has abandonado y dejas que el malhechor escape y yo muera injustamente? Y en verdad yo digo que la voz, el rostro y la persona entera de Judas eran tan similares a la de Jesús que los discípulos y los creyentes pensaron que era él. Hasta tal punto fue así, que algunos abandonaron la doctrina de Jesús creyendo que Jesús había sido un falso profeta y que los milagros que había hecho se debían a la magia. Jesús había dicho que él no iba a morir hasta que estuviera cerca el fin del mundo y que en estos momentos presentes, sería sacado del mundo. Pero a pesar de la pena sufrida por los que se mantenían firmes en la doctrina de Jesús, al ver que moría alguien que era exactamente igual a él, recordaron ahora las palabras que había dicho Jesús. Y acompañando a la madre de Jesús fueron al Monte Calvario y no sólo estuvieron presentes en la muerte de Judas, llorando sin cesar, sino que gracias a Nicodemo y a José de Arimatéa lograron obtener permiso del gobernador para enterrar el cuerpo de Judas. Y así fue; bajaron el cuerpo de la cruz con tal llanto que, de seguro, nadie querrá creerlo, y tras ungirlo con cien libras de preciosos ungüentos lo enterraron en el sepulcro nuevo de José. Luego cada uno volvió a su casa. El que esto escribe, acompañado de Juan y su hermano Santiago, fueron con la madre de Jesús de Nazaret. Los discípulos que no temían a Dios fueron por la noche al sepulcro, robaron el cuerpo de Judas y lo escondieron, propagando al mismo tiempo el rumor de que Jesús había resucitado; ello dio lugar a una gran confusión. El sumo sacerdote ordenó entonces, bajo pena de excomunión, que nadie hablara de Jesús de Nazaret. Y de esta manera comenzó una terrible persecución en la que muchos fueron lapidados y azotados y otros desterrados al no poder permanecer callados con respecto a este asunto”. Evangelio de Bernabé: 214-218. Más si estudian los Evangelios más claro se hacen las contradicciones entre ellos. No concatenan entre sí mismos, no son uniformes en cuanto la fecha de la crucifixión. De acuerdo con Juan, ocurrió en el día anterior de al de la celebración de la liberación de los esclavos judíos de Egipto. En Lucas y Mateo ocurrieron un día más adelante. Otras discordias existen en las palabras pasadas de Jesús en la cruz. En Mateo y en marcos estas palabras habían sido: “Mi Dios, mi Dios, porque usted me abandonó”. En Lucas, habían sido: “engendre, usted perdón ellos saben lo que él hace”. En Juan, simplemente: “se lleva a cabo” en estas circunstancias, los Evangelios son cuestionables y no definitivos. No representan la palabra perfecta de Dios, o, si lo hacen, las palabras de Dios se han censurado, corregido, revisado, comentado y vueltas a escribir de forma muy liberal, para los seres humanos.
Muerte y sepultura de Jesús. Por Ana Catalina Emmerich En proceso de beatificación. La hora del Señor había llegado: un sudor frío corrió sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario. Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la Cruz. La Virgen Santísima de pie entre Jesús y el buen ladrón, miraba el rostro de su Hijo moribundo. Entonces Jesús dijo: «¡Todo está consumado!». Después alzó la cabeza y gritó en alta voz: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». Fue un grito dulce y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: enseguida inclinó la cabeza y rindió el espíritu. Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre el suelo. El centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara ensangrentada de Jesús, sintiendo una emoción muy profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló, abriéndose el peñasco entre la Cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito del Redentor hizo temblar a todos los que le oyeron. Entonces fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho gritando con el acento de un hombre nuevo: «¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era justo; es verdaderamente el Hijo de Dios!». Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él. Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, quien tomó el mando y habiendo dirigido algunas palabras a los soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor, que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les anunció la muerte del Salvador y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados hicieron como él: lo mismo hicieron algunos de los que estaban presentes y aún algunos fariseos de los que habían venido últimamente. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos y se cubrieron con tierra la cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús rindió el último suspiro. Los soldados romanos vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario. XXXV Temblor de tierra – Aparición de los muertos en Jerusalén Cuando Jesús expiró, vi su alma rodeada de mucha luz, entrar en la tierra, al pie de la Cruz; muchos ángeles, entre ellos Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él. En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas y creían triunfar con la vuelta de la luz; más de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba, les infundió un terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar, pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista y en general de la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote Simón el Justo se presentaron cerca del gran púlpito y hablaron igualmente de la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas y prohibieron hablar de ellas bajo severísimas penas. Pero pronto se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se abrieron y una voz gritó: «Salgamos de aquí». Nicodemus, José de Arimatéa y otros muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían asimismo que andaban por el pueblo. Anás que era uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba casi loco de terror: huía de un rincón a otro, en las piezas más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue en vano: la aparición de los muertos lo había consternado. Dominado Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque sobrecogido por el terror, no dejó traslucir nada de lo que sentía, oponiendo su férrea frente a los signos amenazadores de la Ira Divina. No pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacer continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido ocasionados por los secuaces del Galileo, que muchas cosas provenían de los sortilegios de ese hombre que, en su muerte como en su vida había agitado el reposo del templo. Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo sobresalto reinaba en muchos sitios de Jerusalén. No sólo en el Templo hubo apariciones de muertos: también ocurrieron en la ciudad y sus alrededores. Entraron en las casas de sus descendientes y dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. Pálidos o amarillos, su voz dotada de un sonido extraño e inaudito, iban amortajados según la usanza del tiempo en que vivían: al llegar a los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fue proclamada, se detuvieron un momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús y maldición a sus verdugos!». El terror y el pánico producidos por estas apariciones fue grande: el pueblo se retiró por fin a sus moradas, siendo muy pocos los que comieron por la noche el Cordero pascual. Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper las piernas a los crucificados, para que no estuvieran en la cruz el sábado. Pilatos dio las órdenes necesarias. Enseguida José de Arimatéa vino a verle; pues con Nicodemus habían formado el proyecto de enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo, que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos, pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta instancia el permiso de rendir los últimos honores al que había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al centurión Abenadar, vuelto ya después de haber conversado con los discípulos y le preguntó si el Rey de los judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá quiso en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatéa el permiso de tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un desaire a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado ignominiosamente entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la Cruz. Mientras tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María hija de Cleofás y Salomé, estaban de pie o sentadas enfrente de la Cruz, la cabeza cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba oscuro y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la Cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo. Aplicaron las escalas a la Cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frío y rígido lo dejaron y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos horribles y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas lanzó un gemido y expiró, siendo el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El modo horrible como habían fracturado los miembros de los ladrones hacía temblar a las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la befa de sus compañeros, tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia de las santas mujeres y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le hicieron cumplir una profecía. Empuñó la lanza y dirigiendo su caballo hacia la elevación donde estaba la Cruz, se puso entre la del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con las dos manos y la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño de salvación y de gracia. Se apeó y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho, confesando a Jesús en alta voz. La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con inquietud la acción de ese hombre y se precipitaron hacia la Cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había caído en un hoyo de la peña, al pie de la Cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos y limpiaron el suelo con paños. Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en una humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que había obrado en él, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho y confesaron a Jesús. Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono y llevó siempre sangre de Jesús sorbe sí. Esta se había secado y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido transportado a ella. Los alguaciles que, mientras tanto, habían recibido orden de Pilatos de no tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron. En el momento en que la Cruz se quedó sola y rodeada de algunos guardias, vi a cinco personas que habían venido de Betania por el valle acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la Cruz y alejarse furtivamente. Creo que eran discípulos. Tres veces me encontré en las inmediaciones a dos hombres deliberando y consultándose. Eran José de Arimatéa y Nicodemo. La primera vez los vi en las inmediaciones de la crucifixión, quizá cuando mandaron a comprar las vestiduras que iban a repartirse los esbirros; otra vez, cuando, después de ver que la muchedumbre se dispersaba fueron al sepulcro a preparar algunas cosas. La tercera fue cuando volvían a la Cruz mirando a todas partes, como si esperasen una ocasión favorable. Entonces quedaron de acuerdo en como bajarían el Cuerpo del Salvador de la Cruz y se volvieron a la ciudad. El siguiente paso fue ocuparse de transportar los objetos necesarios para embalsamar el Cuerpo del Señor. Sus criados cogieron algunos instrumentos para desenclavarlo de la Cruz. Nicodemo había comprado cien libras de raíces, que equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me han explicado. Sus servidores llevaban una parte de esos aromas en pequeños recipientes hechos de corcho colgados del cuello sobre el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos y llevaban también algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de piel. José tomó consigo además una caja de ungüento; en fin, todo lo necesario. Los criados prepararon fuego en una linterna cerrada y salieron de la ciudad antes que sus señores, por otra puerta encaminándose después hacia el Calvario. Pasaron por delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres habían ido a coger diversas cosas para embalsamar el Cuerpo de Jesús. Juan y las santas mujeres siguieron a los criados a corta distancia. Había cinco mujeres, algunas llevaban debajo de los mantos largos, lienzos de tela. Las mujeres tenían la costumbre, cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna acción piadosa, de envolverse con una sábana larga. Comenzaban por un brazo y se iban rodeando el resto del cuerpo con la tela tan estrechamente que apenas podían caminar. Yo las he visto así ataviadas. En esa ocasión presentaban un aspecto mucho más extraño a mis ojos. Iban vestidas de lujo. José y Nicodemo llevaban también vestidos de lujo, de mangas negras y cintura ancha. Sus mantos que se habían echado sobre su cabeza, eran anchos, largos y de color pardo. Les servían para esconder lo que llevaban. Se encaminaron hacia la puerta que conduce al Calvario. Las calles estaban desiertas, el terror general hacía que todo el mundo permaneciese encerrado en sus casas. La mayoría de ellos empezaban a arrepentirse, y muy pocos celebraban la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada y todo alrededor, el camino y las calles lleno de soldados. Eran los mismos que los fariseos habían solicitado a las dos, cuando temían una insurrección, y hasta entonces no habían recibido orden ninguna de regresar. José presentó la orden firmada por Pilatos para dejarlo pasar libremente. Los soldados la encontraron conforme más le dijeron que habían intentado abrir ya la puerta antes, sin poderlo conseguir y que, sin duda el terremoto debía de haberla desencajado por alguna parte, y que por esa razón, los esbirros encargados de romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo probaron, la puerta se abrió sola, dejando a todos atónitos. El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso; cuando llegaron al Calvario se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas enfrente de la Cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y Nicodemus contaron a La Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa y cómo habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor y la profecía se había cumplido. Hablaron también de la lanzada de Casio. Entre tanto llegó el centurión Abenadar y luego comenzaron en medio de la tristeza y de un profundo recogimiento, su dolorosa y piadosa obra del desprendimiento de Jesús y el embalsamamiento del sagrado Cuerpo del Señor. La Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la Cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y las vasijas. Casio se acercó también y le contó a Abenadar la milagrosa curación de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza y de amor y al mismo tiempo, silenciosos y solemnes; sólo cuando la prontitud y la atención que exigían esos cuidados piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos ahogados. Sobretodo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de los demás ni alguna otra consideración. Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la Cruz, subieron con unos lienzos, ataron el Cuerpo de Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la Cruz con las piezas de lino y fijaron así mismo los brazos por las muñecas. Entonces, fueron arrancando los clavos, martilleándolas por detrás. Las manos de Jesús no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, que se habían abierto grandemente debido al peso del Cuerpo. La parte inferior del Cuerpo, que, al expirar Nuestro Señor había quedado cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una sábana atada a los brazos de la Cruz. Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo caer sobre el Cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas, que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo, sujeto con una tela, sobre el Cuerpo. Al mismo tiempo, el centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los pies de la Virgen. Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la parte delante de la Cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del Cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en gancho, consiguieron ir separando despacio el Sagrado Cuerpo de la Cruz hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue bajando, mientras José y Nicodemus, sosteniendo la parte superior del Cuerpo iban bajando escalón por escalón con las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido, así el Cuerpo del Salvador fue llevado hasta abajo. Fue un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si hubiesen temido causar algún dolor a Jesús: parecían haber concentrado sobre el Sagrado Cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido hacia el Salvador durante su vida. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el grupo y el Cuerpo del Señor y contemplaban todos sus movimientos; a cada instante levantaban las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más profundo dolor. Todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz baja para ayudarse o avisarse los unos a otros. Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y todos los que estuvieran presentes en la crucifixión, tenían el corazón partido. El ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús; temblaban al recordar el grito penetrante de sus sufrimientos y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de su muerte. Habiendo descendido del todo los tres hombres el Santo Cuerpo, lo envolvieron desde las rodillas hasta la cintura y lo pusieron en los brazos de su Madre, que los tendía hacia el Hijo poseída de dolor y de amor. La Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida sobre el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y un hatillo de ropas en la espalda. Lo habían dispuesto todo para facilitar a la Madre de alma profundamente afligida, la Madre de los dolores. Las tristes honras fúnebres que iban a dispensar al Cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las rodillas de la Madre; su Cuerpo, tendido sobre una sábana. La Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el Cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló sus heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada, mientras Magdalena reposaba la suya sobre sus pies. Mientras los hombres se retiraron a una hondonada pequeña al suroeste del Calvario, a preparar todo para el embalsamamiento del cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían convertido al Señor, se mantenía a una distancia respetuosa. Toda la gente mal intencionada se había vuelto a la ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y aromas, cuando les era requerido y el resto del tiempo, permanecían atentas a corta distancia. Magdalena no se apartaba del Cuerpo de Jesús, pero Juan daba continuo apoyo a La Virgen e iba de aquí para allá, servía de mensajero entre las mujeres y los hombres, ayudando a unas y otros. Las mujeres tenían a su lado botas incipientes a su lado de boca ancha y un jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de agua y esponjas que exprimían después en los recipientes de cuero. La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el Cuerpo de su Hijo en el estado en que lo había dejado el suplicio, por lo que procedió con inefable dedicación a lavarlo y a limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Le quitó, con la mayor precaución la corona de espinas, abriéndola por atrás y contando una por una las espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos, entonces La Virgen fue sacando los restos de espinas que habían quedado, con una especie de pinzas redondas y las enseñó con tristeza a sus compañeras. El divino Rostro de Nuestro Señor, apenas se podía conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubría, la barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue lavándole la sangre seca. Conforme lo hacía, las horribles crueldades ejercidas sobre Jesús se hacían más visibles en el Rostro de Jesús y se acrecentaban herida tras herida. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las orejas de Jesús, con una pequeña esponja y un paño extendido sobre los dedos de su mano derecha. Lavó del mismo modo, su boca entreabierta, la lengua, los dientes y los labios. Limpió y desenredó lo que restaba del cabello del Salvador y lo dividió en tres partes, una sobre cada sien y la tercera sobre su nuca. Tras haberle limpiado la cara, La Santísima Virgen se la cubrió después de haberla besado, luego se ocupó del cuello, de los hombros y el cuello, de los brazos y de las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que había llevado la Cruz, era una llaga enorme, toda la parte superior del Cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los azotes. Cerca del pecho izquierdo se veía una pequeña abertura, por donde había salido la punta de la lanza de Casio. Y en el lado derecho, el ancho corte por donde había entrado la lanza por donde había entrado la lanza que le había atravesado el corazón. La Virgen María lavó todas las llagas de Jesús. Mientras Magdalena, de rodillas le ayudaba en algún momento, pero sin apartarse de los pies de Jesús que bañaba con lágrimas y secaba con sus cabellos. La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban ya limpios: el Sagrado Cuerpo, blanco y azulado como carne sin sangre, lleno de manchas moradas y rojas, allí donde se le había arrancado la piel reposaba sobre las rodillas de la Madre, que fue abriendo las partes elevadas, después se encargó de embalsamar todas las heridas, empezando por la cara. Las santas mujeres arrodilladas frente a María, le presentaron una caja donde sacaba algún ungüento precioso con el que untaba las heridas y también el cabello. Tomó en su mano izquierda las manos de su Hijo, las besó con amor y llenó con ungüento y perfume las heridas de los clavos. Ungió también las orejas, la nariz y la herida del costado. No tiraban el agua que habían usado, sino que la vertían dentro de las botas de cuero, en las que exprimían las esponjas. Yo vi muchas veces a Casio ir a por agua a la fuente de Gihón, que estaba bastante cerca. Cuando La Virgen hubo ungido todas las heridas, envolvió la cabeza del Salvador en paños, mas no cubrió todavía la cara; le cerró los ojos entreabiertos y dejó reposar un tiempo su mano sobre ellos. Cerró su boca y abrazó el Sagrado Cuerpo de su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Él. José y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio cuando Juan, acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el sábado. María abrazó el Cuerpo de su Hijo y se despidió de Él en los términos más tiernos. Entonces los hombres cogieron la sábana donde estaba depositado el Cuerpo y así lo tomaron de los brazos de su Madre y lo llevaron aparte para embalsamarlo. María Santísima de nuevo abandonada a su dolor, que habían aliviado un poco los tiernos cuidados dispensados al Cuerpo de Nuestro Señor, se derrumbó ahora con la cabeza cubierta en brazos de las santas mujeres. Magdalena como si hubieran querido robarle a su amado corrió algunos pasos hacia Él con los brazos abiertos, pero tras un momento volvió junto a la Santísima Virgen. El Sagrado Cuerpo fue trasladado a un sitio más bajo y allí lo depositaron encima de una roca plana, que era un lugar adecuado para embalsamar lo. Vi como primero pusieron sobre la roca un lienzo de malla, seguramente para dejar que corriese el agua; tendieron el Cuerpo sobre ese lienzo calado y mantuvieron otra sábana extendida sobre Él. José y Nicodemo se arrodillaron y, debajo de esta cubierta, le quitaron el paño con el que lo habían cubierto al descenderlo de la Cruz y el lienzo de la cintura, y con esponjas le lavaron todo el Cuerpo, lo untaron con mirra, perfume y espolvorearon las heridas con unos polvos que había comprado Nicodemo y, finalmente envolvieron la parte inferior del Cuerpo. Entonces llamaron a las santas mujeres, que se habían quedado al pie de la Cruz. María Santísima se arrodilló cerca de la cabeza de Jesús, puso debajo un lienzo muy fino que le había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba Ella alrededor de su cuello, bajo su manto; después, con la ayuda de las santas mujeres lo ungió desde los hombros hasta la cara con perfumes, aromas y perfumes aromáticos. Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del costado y las santas mujeres pusieron también hierbas en las llagas de las manos y de los pies. Después, los hombres envolvieron el resto del Cuerpo, cruzaron los brazos de Jesús sobre su pecho y envolvieron su Cuerpo en la gran sábana blanca hasta el pecho, ataron una venda alrededor de la cabeza y de todo el pecho. Finalmente colocaron al Dios Salvador en diagonal sobre la gran sábana de seis varas que había comprado José de Arimatéa y lo envolvieron con ella; una punta de la sábana fue doblada desde los pies hasta el pecho y la otra sobre la cabeza y los hombros; las otras dos, envueltas alrededor del Cuerpo. Cuando la Santísima Virgen, las santas mujeres, los hombres, todos los que, arrodillados rodeaban el Cuerpo del Señor para despedirse de Él, se operó delante de sus ojos un conmovedor milagro: el Sagrado Cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció representado sobre el lienzo que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor y dejarles su retrato a través de los velos que lo cubrían. Abrazaron su adorable Cuerpo llorando y reverentemente besaron la milagrosa imagen que les había dejado. Su asombro aumentó cuando, alzando la sábana, vieron que todas las vendas que envolvían el Cuerpo estaban blancas como antes y que solamente en la sábana superior había quedado fijada la milagrosa imagen. No eran manchas de las heridas sangrantes, puesto que todo el Cuerpo estaba envuelto y embalsamado, era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora, que residía siempre en el Cuerpo de Jesús. Esta sábana quedó después de la Resurrección en poder de los amigos de Jesús; cayó también dos veces en manos de los judíos y fue venerada más tarde en diferentes lugares. Yo la he visto en Asia, en casa de cristianos no católicos; he olvidado el nombre de la ciudad, que estaba situada en un lugar cercano al país de los tres Reyes Magos. Los hombres pusieron el Sagrado Cuerpo sobre unas parihuelas de cuero, tapadas con un cobertor oscuro. Eso me recordaba el Arca de la Alianza. Nicodemus y José llevaban sobre sus hombros los palos de delante y Abenadar y Juan los de atrás. Enseguida venían la Virgen, María de Helí, Magdalena y María la de Cleofás, después las mujeres que habían estado al pie de la Cruz sentadas a cierta distancia: Verónica, Juana Chusa, María madre de Marcos, Salomé mujer de Zebedeo, María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana y Ana sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la marcha. Las otras mujeres habían quedado en Betania con Lázaro y Marta. Dos soldados con antorchas iban delante para alumbrar la gruta del sepulcro. Anduvieron así cerca de siete minutos, cantando salmos con voces dulces y melancólicas. Vi sobre una altura del otro lado del valle a Santiago el mayor, hermano de Juan, que los vio pasar y se fue a contar a los demás discípulos lo que había visto. Se detuvieron a la entrada del jardín de José, que abrieron arrancando algunos palos, que sirvieron después de palancas para llevar a la gruta la piedra que debía tapar el sepulcro. Cuando llegaron a la peña, trasladaron el Santo Cuerpo a una tabla cubierta con una sábana. La gruta que había sido excavada recientemente, había sido barrida por los esbirros de Nicodemus; se veía limpio en el interior y agradable a la vista. Las santas mujeres se sentaron enfrente de la entrada. Los cuatro hombres introdujeron el Cuerpo del Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro, extendieron una sábana sobre la cual pusieron el Cuerpo. Le testimoniaron una última vez su amor con sus lágrimas y salieron de la gruta. Entonces entró la Virgen, se sentó al lado de la cabeza y se echó llorando sobre el Cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena entró precipitadamente; había cogido en el jardín flores y ramos que echó sobre Jesús; cruzó las manos y besó, llorando, los pies sagrados de Jesús; pero habiéndole dicho los hombres que debían cerrar el sepulcro, se volvió con las otras mujeres. Doblaron las puntas de la sábana sobre el pecho de Jesús y pusieron encima de todo una tela oscura y salieron. La piedra gruesa destinada a cerrar el sepulcro que estaba aun lado de la gruta era muy pesada y solo con las palancas pudieron hacerla rodar hasta la entrada del sepulcro. La entrada de la gruta dentro de la que estaba el sepulcro era de ramas entretejidas. Todo lo que se hizo dentro de la gruta, tuvo que hacerse con antorchas porque la luz del día nunca penetraba en ella. Todos volvieron a la ciudad; José y Nicodemus encontraron en Jerusalén a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor. Vi después a la Virgen Santísima y a sus compañeras entrar en el Cenáculo; Abenadar fue también introducido y poco a poco la mayor parte de los Apóstoles y de los discípulos se reunieron en él. Tomaron algún alimento y pasaron todavía unos momentos reunidos llorando y contando lo que habían visto. Los hombres cambiaron de vestido y los vi después, debajo de una lámpara, orar. En la noche del viernes al sábado vi a Caifás y a los principales judíos consultarse respecto de las medidas que debían adoptarse, vistos los prodigios que habían sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta deliberación, fueron por la noche a casa de Pilatos y le dijeron que como ese «seductor» había asegurado que resucitaría el tercer día, era menester guardar el sepulcro tres días; porque si no, sus discípulos podían llevarse su Cuerpo y esparcir la voz de su Resurrección. Pilatos, no queriendo mezclarse en ese negocio, les dijo: «Tenéis una guardia: mandad que guarde el sepulcro como queráis». Sin embargo, les dio a Casio, que debía observarlo todo, para hacer una relación exacta de lo que viera. Vi salir de la ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los soldados que los acompañaban no estaban vestidos a la romana, eran soldados del templo. Llevaban faroles puestos en palos para alumbrarse en la oscura gruta donde se encontraba el sepulcro. Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de Jesús; después ataron una cuerda atravesada delante de la puerta del sepulcro y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba delante y lo sellaron todo con un sello semicircular. Los fariseos volvieron a Jerusalén y los guardas se pusieron enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su puesto. Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia de muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores. Se transformó en un nuevo hombre y pasó todo el día.